Casto Hernández y ´El Asperón´

Retrato de Casto Hernández y fotografía de una pastilla de ´El Asperón´.
El jueves 18 de septiembre de 1919, tras inaugurar el Museo Numantino, Alfonso XIII cruzó a pie y a buen paso el Espolón y se acercó, confundido con el pueblo, a los diferentes pabellones que en el parque de la Dehesa tenía abiertos la Feria Agrícola de Soria y que, como correspondía, la mayoría exhibían productos de ese carácter procedentes de las explotaciones de Luis Marichalar, Epifanio Ridruejo, Juan Manuel Torroba y, entre otros próceres, los hermanos Aurelio y Leoncio González de Gregorio.
En la Exposición, según anotó la prensa de aquellos días y se recuerda ahora, además de puestos institucionales –como el del Ayuntamiento, que mostraba planos del proyecto del nuevo matadero y del futuro pantano de la Muedra, o el del Jurado, que distribuía gratuitas publicaciones del sector– y los de los de vendedores foráneos de maquinaria agrícola, aparecían otros que pertenecían a la Compañía de Nitrato de Chile, a la Sociedad Petrol, a Tirso Febrel –que presentaba a su caballo Vixen, ganador de varios premios y poseedor de un record mundial de salto de obstáculos–, a Eugenio Mateo –con sus colmenas movilistas–, a Juan Chaves –que exponía un cochecito tirado por un bonito perro llamado Dix–, a Manuel Pardo –y su jaula con canarios-flautas y mixtos de jilguero–, a Auxibio García –y sus aparatos de lechería–, y a un sinfín de propietarios, agricultores, apicultores, ganaderos e inventores en general que ofrecían sus productos siempre referentes y únicos. No era de menor importancia en la Feria la presencia de once a doce mil vacas, quinientos a seiscientos cerdos, seiscientos a setecientos caballos, mil doscientos a mil trescientos mulos y quinientos a seiscientos asnos. Y destacaban, a la par, los pabellones y expositores de los referidos vizconde de Eza, Ridruejo, marqués de Vadillo, Torroba y hermanos González de Gregorio y Martínez de Azagra. De todos, sin embargo, sobresalió el habitáculo titulado «De industrias mínimas», que, construido con ladrillos y bloques de cemento, impulsaba la Sociedad Colectiva ´El Asperón´, comandada por los comerciantes e industriales Casto Hernández y Joaquín Iglesias, a los que asesoraba la amistad y el buen hacer del procurador, corredor de comercio y secretario de la Cámara de la Propiedad Urbana Priscilo Plaza Martínez. El pabellón –del que, gracias a la vigilancia de Ángel Hernández, hijo de Casto, se conoce una fotografía que fue publicada en la revista ´Celtiberia´ el año 2000– exhibía, amén de varias clases de jabones, ladrillos de cemento para edificaciones, tubos para conducciones de agua, fregaderos, baños, pilas, baldosines de cemento en colores y, en esencia, la estrella de la casa, un producto de limpieza, de invención propia, ´El Asperón´, que estaba a punto de cumplir diez años de vida y era conocido por más de media España y buena parte de Francia y Portugal.
El stand del Asperón llamó la atención del monarca y éste, impresionado o curioso, preguntó por su director y se interesó por el desarrollo industrial de los mármoles artificiales, de los baldosines de colores y de aquellas pastillas de limpieza que, hábilmente apiladas, daban forma a un castillo. Hernández e Iglesias explicaron a S. M. los recovecos de fabricación de lo allí expuesto, y el soberano agradeció la información sorprendido aún más por el título que a todo aquello envolvía, «Industrias Mínimas», que el Rey completó, según unos, con la afirmación «Por ahí empiezan muchas cosas grandes», y, según otros, quizá mejor informados, con el juicio, que llegaría a cumplirse, de «Las industrias mínimas pueden llegar a ser grandes». La Feria Agrícola de Soria otorgó tres diplomas a tales mercancías y, y diez años más tarde, la Exposición Iberoamericana de Sevilla premió ´al Asperón´ con una medalla de oro; mas, la familia Hernández García y Hernández Lacal, por encima de tan nobles distinciones, ensalzó siempre el recuerdo de aquel jueves lluvioso en que Alfonso XIII, tras abrir las puertas del Museo Numantino, departió con Don Casto y le hizo ver la importancia que tenían las pequeñas cosas.
Casto Hernández y Hernández nació en Castilruiz el 1 de julio de 1863 y murió en Soria el 20 de diciembre de 1936. En sus 73 años de vida casó dos veces, primero con Manuela García Arancón, y, tras el fallecimiento de esta el 4 de julio de 1910, con Fortunata Lacal Mateo, que le sobrevivió apenas 4 años, dirigió sus negocios como Viuda de Casto Hernández y los amplió incluso con un almacén de coloniales en el número 11 de la plaza de Bernardo Robles. Y tuvo, de Manuela, seis hijos [Hilario, Miguel, Casto, Alejandro, Eugenio y Felisa] y otros tres de Fortunata [José María, Ángel y Milagros], si bien sufrió la muerte directa de tres de ellos [Eugenio, Alejandro y Felisa]. Y, sin embargo, aparte de emprendedor y hábil para los negocios, fue un hombre optimista, con gran sentido del humor, y una sabiduría natural bañada en los aires del Moncayo. La falta de estudios la suplió con la experiencia de sus muchos trabajos y el aprendizaje recibido de sus amos y patronos. Y pronto se trasladó a Soria donde, en marzo de 1892, como sucesor de José María del Río, abrió su propia fábrica de jabones en el núm. 1 de la plaza de Teatinos.
Y se anunció así:
«Si quieres jabones finos
y género verdadero,
acude a Teatinos,
tienda, número primero».
O también:
«La mujer de reflexión
acude con sumo empeño
a comprar el buen jabón
que con gran aceptación
vende Casto el Agredeño».
Alcanzó tal popularidad que a no más de tres años de su arribada a Soria ésta le otorgó el alto honor de ser nombrado Jurado de la Cuadrilla de San Miguel.
En torno a 1904 los jabones de Casto adquirieron el nombre de ´La Numantina´, y sin perder la gracia de sus ripios, y añadir lejía líquida a sus productos de venta, advirtió a sus conciudadanos que el uso de aquel jabón, de nombre tan heroico, solventaba el «delito» de suciedad y se convertía en un verdadero alivio para el cuerpo.
En 1910, casi al tiempo de morir su esposa Manuela, escuchó los consejos de Raúl Olot y Joaquín Iglesias y estudió la posibilidad de aprovechar las arenas blancas de las faldas del Pico Frentes, frente a Valonsadero, y transformarlas en un elemento de limpieza, complementario a la acción de sus jabones. Eran arenas blancas, compuestas de grano fino de sílice y arcilla azulada (greda), que venían siendo usadas en sus empresas, por su plasticidad y poder desengrasante, para desgrasar paños y quitar manchas. Y al poco, el 15 de febrero de 1911, Casto Hernández y Hernández, jabonero, residente en la plaza Teatinos de la capital, anunció un «nuevo producto químico-mineral para la limpieza de metales, vajillas, maderas, pisos, manos grasientas», que denominó ´El Asperón´ y presentó como «indispensable en las cocinas, fábricas, talleres y hospitales, y, sobre todo, en el enarenado de las escaleras». Casó por entonces con Fortunata y con ella, quizá por su efecto, vinieron otros hijos y el éxito de aquel nuevo producto, «industria mínima», que se ubicó en San Francisco, se comercializó en bloques de medio kilo, llegó a producir hasta seis millones y medio de pastillas al año, y su precio osciló entre los 10 y los 20 céntimos unidad. Aquellas piezas de asperón –arenisca de cemento silíceo o arcilloso empleada durante siglos en la construcción– que, como el torrezno hoy, puso a Soria en el mapa, ocupó apenas a veinte personas, y estas, siempre protegidas, recitaban a viva voz:
«Tiene mucha aceptación
y a Hernández hace famoso
su invento grande y curioso
titulado El Asperón».