El hombre que descubrió un paisaje

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Se dibuja a sí mismo en verso y dice verse de niño en un huerto donde madura el limonero; un huerto claro, como no podía ser de otra manera si el huerto está en Sevilla. Y recuerda también, el joven, veinte años en Castilla: Madrid, Soria, Segovia. De esos dos decenios, un lustro en Soria.
«Era una mañana clara y fría» cuando el tren llegó a Soria y descendió de él el hombre que, por dos veces, se enamoraría en nuestra ciudad. Era una mañana fría la de aquella primavera de 1907, más tarde escribiría en sus versos: «En la estepa / del alto Duero, primavera tarda, / ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...», la mañana del primer día del mes de mayo. Aquel hombre, ya lo han adivinado, no era otro que don Antonio Machado que, seguramente, empedernido fumador como era, había consumido muchos cigarrillos a lo largo del trayecto de aquel ferrocarril de principios del siglo XX; y es posible que también bosquejara algunos versos, porque no menos empedernido poeta era. A buen seguro que un tanto desmadejados estaban los viajeros cuando se apearon en la estación soriana. Don Antonio se subió a «La pajarilla» y se trasladó al centro de la ciudad. El motivo de su viaje, no era otro que el de tomar posesión de su plaza de catedrático en el «Instituto General y Técnico» de la provincia de Soria; plaza que había obtenido recientemente por oposición.
Alguno de los biógrafos de Antonio Machado escribió que «Soria, le ha cautivado desde el primer momento, haciéndole sentir su raro hechizo». Ciertamente, parece quedar prendado, muy pronto, el hombre, el poeta, por la pequeña y recoleta ciudad y por el paisaje que la rodea y, poco a poco, va descubriendo y retratando con sus versos. Curiosamente, él que había nacido en la populosa Sevilla, que había vivido en la capital de España y también en la de Francia, se queda cautivado por la humilde y pequeña capital de provincia. Como si de un flechazo se tratara. Y muy pronto comienza sus largos paseos en los que se va empapando de cada uno de los rincones de la ciudad y el paisaje que la circunda: las roquedas cenicientas, los álamos, las colinas, las sierras, el Moncayo en lontananza... y el Duero. Y las imágenes se acumulan en su mente y le sugieren, le inspiran, le invitan a convertirlas en versos. Y se va gestando «Campos de Castilla».
Imagino a don Antonio paseando la primavera, el otoño soriano. Le imagino esas largas y frías tardes de invierno, ocupado en la composición de los poemas, bien fuera en la pensión de la calle Instituto esquina con El Collado o, posteriormente, en la pensión de los padres de Leonor... o en el Círculo de la Amistad. Y veo también a don Antonio sentado a una mesa de «El Recreo», en la plaza de «Herradores», tomándose un café. Le imagino en cualquiera de esos lugares escribiendo algo para «Tierra Soriana» o para «El Porvenir Castellano» o «El Avisador Numantino». Imagino a don Antonio paseando solo, captando cada detalle del paisaje soriano, de sus casas blasonadas, de los famélicos galgos deambulando por las callejas de la ciudad... o le imagino acompañado del abad de la entonces colegiata, don Santiago Gómez Santa Cruz, seguramente en amena e interesante charla.
Y si prendado había quedado de la ciudad, de sus rincones, de su paisaje... cuando conoce a la joven Leonor, cae ante ella rendido de amor. Y en 1909 quedan comprometidos pero por poco tiempo, porque el treinta de julio de ese mismo año contraen matrimonio. Y ya lleva don Antonio en su alma a sus dos amores: Leonor y Soria. Pero, ¡ay!, el destino que en ocasiones es muy cruel, le arrebata muy tempranamente a Leonor. Antonio Machado, que hacía poco más de un mes acababa de ver publicado su «Campos de Castilla», cae en un profundo estado de tristeza y toma la decisión de abandonar Soria.
Imagino a José María Palacio subiendo lentamente calle Caballeros arriba, con un ramo de flores en la mano y la melancolía en la mirada, camino de El Espino. Tristemente, don Antonio no descansa junto a su amada Leonor, ni lo hace en su amada tierra de Soria, junto al Duero, él que había escrito: «cuando muera, amigos míos, / si mi obra vale un entierro, / a la tierra castellana / llevadme, cerca del Duero».
Tristemente, otro mes de febrero, otro año más... lloramos su ausencia.