Heraldo-Diario de Soria

TRIBUNA

Jesús Lope

Beratón, 10 de febrero de 1911: Un sismo cuyo epicentro no fue la tierra

El autor se hace eco de la despoblación y el éxodo que vivieron los pueblos como Beratón, donde se vieron empujados a emigrar en busca de sustento

Niños sorianos emigrantes a América. Circa 1915. AHPS, fotografía 32083.  El Royo (Soria)

Niños sorianos emigrantes a América. Circa 1915. AHPS, fotografía 32083. El Royo (Soria)COLECCIÓN SOFÍA GOYENECHEA, FAMILIA ESTEBAN JIMÉNEZ

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Todos decidieron marcharse, hasta el cura. Beratón -1.391 metros sobre el nivel del mar- es el pueblo más alto de la provincia de Soria. Este municipio, en la ladera del Moncayo y lindante con Aragón, no se halla en una zona de especial riesgo sísmico. Sin embargo, en 2023 sufrió dos temblores casi consecutivos: uno de intensidad 4 el 26 de septiembre y otro de 3,1 el 3 de octubre. Aunque sin consecuencias graves, aquellos movimientos sorprendieron a una tierra poco habituada a los sobresaltos telúricos.

Pero esos temblores no fueron nada comparados con el que, a comienzos del siglo XX, estuvo a punto de hacerlo desaparecer: la decisión de marcharse todos los beratonenses -«hasta el párroco»- al otro lado del Atlántico, a la República Argentina. Un sismo mucho más intenso, cuyo epicentro no fue la tierra, sino el hambre y la desesperación.

No era un capricho ni una aventura. Que todo un pueblo estuviera dispuesto a embarcar rumbo a América no era un capricho, tampoco una aventura. Aquella decisión extrema era el desenlace de una larga cadena de adversidades: la lenta desaparición de la ganadería, las tierras cada vez menos fértiles, los inviernos implacables, la falta de comunicaciones y la arraigada sensación de abandono por gobiernos cuyas promesas nunca terminaban de cumplirse.

Todo ello había conducido a Beratón -y a buena parte del campo soriano- a un mismo destino: el desaliento. La «España vaciada» comenzaba entonces a escribir su historia con billetes de ida hacia el otro lado del océano.

La huida masiva a América. En los últimos lustros del siglo XIX, la llamada por la historiografía «crisis agraria finisecular» desvelaba su rostro, múltiple, áspero y contradictorio. El ferrocarril y la navegación a vapor abarataron el transporte internacional reduciendo los precios del grano importado, que inundó el mercado español. Las regiones costeras -Cataluña, Galicia, las Vascongadas, Asturias, Levante- dejaron de consumir trigo castellano y se abastecieron de cereal foráneo.

Muchos agricultores del interior, deseosos de salir del «mal pasar», confiaron en que llegarían «tiempos mejores», se endeudaron y cayeron en las garras afiladas de la usura. Luego vinieron las plagas: la filoxera arrasó las viñas; la viruela el ovino; la brucelosis y la tuberculosis bovina devastaron el ganado. Muchos agricultores que lo habían perdido todo perdieron también la esperanza obligados a abandonar sus tierras.

El resultado fue un éxodo sin precedentes. Pueblos enteros -como Beratón- se vieron empujados a mirar más allá del océano en busca de sustento y dignidad. En una España de escaso desarrollo industrial, la emigración se dirigió sobre todo a Hispanoamérica. Argentina, con una economía en expansión y una política abiertamente inmigratoria -«Gobernar es poblar», repetía Juan Bautista Alberdi en la Cámara de Diputados de la Nación-, se convirtió en el gran foco receptor. Más de 1.780.000 españoles marcharon a la Argentina entre 1857 y 1924 («Resumen estadístico del movimiento migratorio en Argentina», 1925).

Nadie describió mejor aquella tragedia que Julio Senador Gómez en su libro «Castilla en escombros «(1915):

«Trenes enteros de cultivadores arruinados partían de los partidos judiciales de Medina del Campo, Lerma, Peñafiel, Nava del Rey, Briviesca, Roa. Pueblos enteros desaparecían del mapa».

El hambre y la desesperación pueden corroer lo que generaciones enteras han levantado con sacrificio. Para muchos, no hubo otra salida que mirar más allá del Atlántico. Era una huida hacia adelante, no una rendición. El futuro no se hereda, se conquista cada día con valentía y decisión.

Pueblos llenos de mozas casaderas. La emigración era sobre todo masculina. Y joven. Anastasio González Gómez, maestro jubilado de Vinuesa, observaba cómo los pueblos de El Valle se quedaban sin mozos:

«[…] es más nutrida la emigración varonil que la femenina, hasta el punto de haber cien mozas casaderas en algún pueblo y una cuarta parte de solteros».

Y las bodas empezaban a ser «una rareza»:

«siendo tan contados los matrimonios que se llevan a cabo que parecerá increíble y no lo es que no se ha celebrado en Valdeavellano ningún casamiento en todo el año 1927 y lo que va de 1928 […]». («La región de El Valle», Imprenta Las Heras, Soria, 1931, p. 23).

Detrás de la fría estadística se esconde una imagen desoladora: aldeas llenas de muchachas en edad de casarse esperando en vano, mientras las oportunidades partían «a las Américas».

A este impulso se sumaba el «efecto llamada». Un emigrado, una vez instalado, abría camino para que familiares, vecinos y amigos siguieran sus pasos. Anastasio González lo expresa con fina ironía: «ir a mesa puesta» (p. 26).

Ni siquiera la capital se libró. Las consecuencias para la provincia de Soria fueron demoledoras. A pesar de que las tasas de natalidad seguían siendo superiores a las de mortalidad, por primera vez en la historia contemporánea, su crecimiento demográfico se detuvo. En 1920, la provincia tenía los mismos habitantes que 30 años antes: unos 150.000, cuando entre 1834 y 1857 su población había crecido en 20.000 personas. Solo entre 1900 y 1920 -cuando la gran oleada migratoria ya empezaba a remitir- Soria perdió cerca de 30.000 moradores.

Ni siquiera la capital se libró. Entre 1857 y 1887 creció de 5.603 a 7.784 habitantes, pero en los treinta años siguientes -cuando la mayoría de las ciudades españolas vivían su despegue urbano- Soria no avanzó: en 1920 tenía 7.619 almas, incluso algunas menos que en 1887. Una capital que menguaba cuando el país crecía.

Beratón, aquel «desgraciado pueblo». En Soria, como en tantas otras provincias, predominaban los hijos, padres, hermanos o pequeñas familias que decidían emigrar. Sin embargo, hubo un episodio excepcional: el caso de Beratón.

El 10 de febrero de 1911, sus 360 vecinos se pusieron de acuerdo, «por unanimidad», para emigrar a la Argentina. Todos los habitantes del pueblo, «con el párroco, el maestro, el Secretario y el practicante de medicina» incluidos.

Según el artículo «Pueblo que emigra», publicado en El Avisador Numantino (n.º 3054, 25 de marzo de 1911), con fecha 12 de febrero el alcalde de Beratón dirigió un oficio al ministro de Fomento -José Canalejas, presidente del Consejo de Ministros, en el reinado de Alfonso XIII- participando que, dada la precaria situación de todos sus vecinos:

«[...] y antes de perecer de hambre, aquel desgraciado pueblo [de Beratón] se había reunido en masa el día 10 en el salón de sesiones, acordando, por unanimidad, […] participar al señor Presidente de la República Argentina que estaban decididos á emigrar á aquel país todos los habitantes del pueblo».

El hambre apretaba, tanto que amenazaba con hacerlos «perecer».

«Por cablegrama se comunicó tal resolución al jefe del Estado argentino [Roque Sáenz Peña], interesándole manifestara los medios que facilitaría a los agricultores del pueblo [para iniciar la nueva vida] y rogándole contestase».

No fue el único pueblo que tomó tan extrema decisión. También se dieron casos sonados en Calcena (Zaragoza) y Boada (Salamanca).

Beratón había iniciado el siglo XX con la población más numerosa de su historia, alcanzando en el censo de 1910 los 400 habitantes -hoy cuenta con 46, según el INE de 2022-.

La esterilidad del terreno, «que desde hace diez años no produce para el sostenimiento de sus habitantes»; la desaparición de la ganadería por enfermedades como la viruela; la falta de trabajo en obras públicas o particulares, «por lo que de 160 vecinos que tiene el pueblo, 120, que son braceros, no pueden ganar un mísero jornal»; el desamparo en que el Gobierno tenía a la localidad; el bárbaro aumento de las contribuciones, «imposible de soportar», y, sobre todo, las duras condiciones climáticas y el aislamiento -ya denunciado medio siglo antes por Madoz en su «Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar (1845-1850)»-:

«[...] sus caminos que se dirigen a Ágreda, Añón, La Cueva, Borobia y Ólvega son de herradura, malos e intransitables en algunas épocas».

Habían dejado a los beratonenses sin futuro.

Nada se hizo. En la provincia, Beratón no era una excepción, concluía «El Avisador»:

«[...] desgraciadamente, en la misma deplorable situación que se halla el pueblo de Beratón se encuentran muchos de la provincia que, sin decir nada, emigran ante el espectro del hambre».

Aunque finalmente los beratonenses no se marcharon, 1912 fue el año de mayor emigración soriana: más de 1.700 almas abandonaron su tierra. Desconocemos la «emigración clandestina»: ¿cuántos se irían en realidad?

Por Beratón nada se hizo. Comisiones, trámites, reuniones, promesas… Solo eso: promesas.

El hambre pasó, pero dejó grietas más profundas que un terremoto. No en las casas, ni en las calles, en las vidas. En Beratón, el temblor había sido en el alma.

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