Heraldo-Diario de Soria

RETORNO A LAS AULAS ENSEÑANZAS INICIALES

El nuevo estuche de Petra

Más de 2.300 adultos cursan estudios de iniciación sobre lectura, escritura y cálculo / La mayoría supera los 65 años y retorna a las aulas que dejó de niño, algunos por el título y otros sólo por aprender

Carlos Díez, profesor del grupo de iniciación de La Zarza, en Valladolid, con sus alumnas Charo Lorenzo, Manoli Iglesias, Concepción Terán, Isabel Marcos y Petra García.-REPORTAJE GRÁFICO: J. M. LOSTAU

Carlos Díez, profesor del grupo de iniciación de La Zarza, en Valladolid, con sus alumnas Charo Lorenzo, Manoli Iglesias, Concepción Terán, Isabel Marcos y Petra García.-REPORTAJE GRÁFICO: J. M. LOSTAU

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ALICIA CALVO
Soria

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Remoloneaba para subir al autobús escolar y trató de zafarse. Carlota le aseguró a su abuela Petra que no podía «ir al cole» porque había olvidado su paraguas de Mickey, pero la excusa no sirvió a esta niña de cuatro años para escabullirse de la lluviosa jornada educativa. Su abuela valora especialmente lo que supone la escuela y, en contra de lo que le sucede a su nieta, está «deseando» que llegue la hora de clase. La suya.

Petra García nunca tuvo un paraguas de Mickey para ir a clase. Vivió en un tiempo inclemente y a los 14 años cerró los libros de texto para recibir, de ahí en adelante, la única lección de «ayudar en casa» con los deberes que se asignaban entonces a la mayor de seis hermanos.

Ahora se resarce de aquella concesión obligada abriendo el cuaderno y el estuche como quien abre un joyero. Es una de las veteranas del curso de educación de adultos de nivel inicial que cada semana se imparte en el pueblo vallisoletano de La Zarza.

La media docena de niños de este lugar tiene que montar en autobús para atender al encerado y son las generaciones de más edad las únicas que pueblan el improvisado aula formado en la parte baja del Ayuntamiento.

Petra, como sus compañeras de pupitre, Isabel, Concepción, Charo y Manoli, engrosa la lista de alumnos inscritos en este tipo de estudios en la Comunidad; de aquellos que retoman la actividad en el aula que abandonaron de jóvenes o ese que ni siquiera llegaron a pisar.

Cada curso, alrededor de 2.250 personas [2.343, el último] se matriculan en el nivel de iniciación de los centros de Educación de adultos, dependientes de la Consejería de Educación, para adquirir nociones elementales de escritura, lectura y cálculo.

La cifra es estable, en conjunto, pero en provincias como Ávila, Palencia, Soria o Valladolid ha aumentado significativamente en los últimos cinco ejercicios.

En la provincia vallisoletana, el incremento de matrículas de iniciación asciende a un 57%, hasta los 569 estudiantes del último curso. En el actual, hoy se cierra el plazo extraordinario.

El fruto de estas clases puede parecer modesto, pero las raíces de la motivación de la mayoría son profundas: saber qué dicen los paquetes que hay por casa; descifrar los mensajes de texto que llegan al dichoso móvil; escribir algo más que la firma que ponen al pie de palabras que son siempre propiedad de otros; leer a sus nietos los cuentos que no leyeron a sus hijos...

Hay, también, quien se quedó en lo básico y necesita más para su satisfacción personal o para plasmarlo en un título que le convierta en un perfil más atractivo dentro del universo laboral.

Las cifras de la Consejería añaden otro perfil, el más abundante. Inmigrantes que demandan enseñanzas de alfabetización en español «para poder desenvolverse, integrarse y tener mayor facilidad de encontrar un trabajo».

No es el caso de las participantes de las sesiones de La Zarza, que imparte Carlos Díez. Este docente indica que en su grupo, «por edad, la gente ha renunciado a cualquier aspiración académica», por lo que no prepara «dinámicas con objetivos muy concretos». «Van más enfocadas a no olvidar, a recordar, a aprender conceptos básicos, agilidad mental, a estar activas, juntas y a incentivar la lógica matemática con cosas comunes», apunta.

Sus pupilas asienten. Todas se despidieron del aula entre los 12 y los 14 años, para ayudar en casa o trabajar fuera de ella, y lo retomaron décadas después rebosantes de ganas.

Isabel, de 52 años, asegura que «el verano se hace largo» sin ir a la escuela. «Miras el reloj...». Lo extraña porque las clases le sirven «para saber dónde van la b y la v», pero a menudo, eso, que fue lo que le llevó allí, pasa a un plano secundario.

Cuenta que aprender cosas nuevas le viene bien. «Te sientes mejor, más animada, y es entretenido. Si no vienes, pueden pasar 15 días sin ver a nadie», comenta.

Todas las alumnas reconocen que están impacientes por que la clase comience, que cuando al concluir queda alguna pregunta en el aire, una palabra que no han conseguido adivinar o el número oculto que les plantea el profesor sin resolver, pasan la semana dándole vueltas a la cabeza.

«Nos vemos cuando llega el panadero o en misa y nos preguntamos ‘¿lo has sacado?’», relata Manoli, de 49, que resume cómo percibe ella estas clases: «Además de aprender, nos sirve para recordar lo poco que sabemos».

Hecha esta aclaración, corrobora lo de la diversión e incide en que repercute en la vida cotidiana.

A su lado, Concepción, de 76 años, le da la razón: «No hay otra cosa mejor que hacer en el pueblo y mantienes la amistad».

La quinta de este grupo, Charo, que cambió los libros por aguja e hilo con 14 años, reconoce que, en más de una ocasión, especula sobre «cómo hubieran sido las cosas de haber seguido».

El mismo ‘y si’ les pesa a todas. Petra expone que decidió apuntarse porque en demasiadas ocasiones se había «arrepentido de no estudiar», pese a que era lo que «tocaba». También reconoce que le frustró, más de una vez, no poder ayudar a sus hijos con los deberes «por no saber la respuesta».

En cambio, a su nieta Carlota le ayuda a repasar las letras. Si algún día esta pequeña de cuatro años decide que no quiere estudiar, Petra tiene la respuesta preparada: «Que lo intente, que es una oportunidad muy buena, que aprenda, que le sirve, que vale para todo, que si no lo haces luego lo echas de menos».

Este grupo, que habitualmente lo forman diez y sus ausencias sólo las generan «cuestiones de peso», son ejemplo de varias cosas. Pero, sobre todo, de que este tipo de clases se pronuncian en femenino y con años a la espalda.

Las enseñanzas elementales se desarrollan mediante dos diseños curriculares diferenciados, uno para personas cuya lengua materna es el castellano y otro específico para extranjeros.

En el caso del nivel de iniciación en su propia lengua, predominan los alumnos mayores de 65 años y las mujeres suponen una abrumadora mayoría: nueve alumnas por cada alumno. La Consejería aporta una explicación para este 90%: «Destaca el género femenino por razones de tipo cultural o tradicional de la época entre quienes tuvieron que abandonar la escuela».

Pero Petra y sus amigas aventuran otras posibles causas de la escasez de varones en las sillas contiguas. «A los hombres les da más vergüenza».

En el segundo caso, el del nivel de iniciación impartido a personas inmigrantes, predominan los alumnos con edades de 30 a 39 años. Aquí el número de mujeres y hombres que lo cursan es muy similar.

La clase de La Zarza son, además, una muestra de cómo en el medio rural, por lo general, «se hace más piña, las clases son algo más que números y letras», y de cómo, según explica el docente Carlos Díez, «la educación sin presión académica ni económica es la más gratificante para un profesor».

Este titulado en Magisterio subraya que sus alumnas, pese a asistir a un nivel básico, tienen mucho que transmitir: «Más que contenido, comunicarán valores, el respeto por la escuela. Los niños hacen lo que observan y si ven a sus abuelos ir tan contentos a la escuela, el mensaje no puede ser más positivo».

«CUMPLIMOS UNA FUNCIÓN SOCIAL; ALGUNOS CAMBIAN EL RUMBO DE SU VIDA»

«Cambia su vida, les sube la autoestima y les abre oportunidades», asegura Nieves Gómez, directora del Centro de Educación de Personas Adultas Bernal Díaz del Castillo, del municipio vallisoletano de Medina del Campo, del que dependen las aulas de varios pueblos, como La Zarza.

La directora incide en que en muchos casos la labor del profesorado trasciende los contenidos educativos e influye a un nivel más personal. «Cumplimos una función social. Algunos no consiguen nada, pero otros cambian el rumbo de su vida», indica, sobre todo, respecto a aquellos alumnos que «no están demasiado integrados, que llegan condicionados por centros de acción social que les dicen que, si quieren cambiar de vida, deben formarse».

Gómez sostiene que estas clases son «una manera de abrirles las puertas a la sociedad», pero también subraya el efecto que provocan en otro tipo de estudiantes, los mayores que sólo quieren absorber conocimientos. «No muchos progresan, pero es una forma de entretenimiento a través de la cultura, de recibir estímulos que frenen el deterioro y de tener la mente más despierta. Esos pequeños logros son muy importantes en sus vidas», señala.

En los municipios existe otro plus: «Contribuir a mejorar la vida en los pueblos. Cualquier cosas que propongas, una exposición, una actividad, aunque en primer lugar va destinado a nuestro alumnado, a veces se extiende a toda la localidad».

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