Heraldo-Diario de Soria

NOEL 

Un bizcocho de familia

La tercera generación de los Angulo preserva con mimo la receta y el proceso de elaboración que da lugar a un conocido y codiciado bocado que además de alegrar el paladar alimenta la nostalgia

Beatriz Angulo supervisa los bizcochos.TOMÁS ALONSO

Publicado por
Laura Briones
Soria

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Lorenzo Angulo enlazó la guerra, en el cruento frente de Teruel, con el servicio militar. Fueron dos años de penurias en los que solo brillaba una luz, la de las Nochebuenas en las que una mujer agasajaba a aquellos imberbes y agotados remedos de soldado con viandas y dulces. Tuvo entonces claro que, en memoria de aquel momento de esperanza entre tanto sufrimiento, algún futuro negocio se iba a llamar Noel. Cumplió, en lo de emprender -lo llevaba en la sangre, como la repostería, pues su padre surtía de garrapiñadas y otros manjares a toda la comarca-, y en lo del nombre. No intuía entonces aquel lermeño que casi un siglo después su legado permanecería, atesorado con mimo por sus nietos Beatriz y Alberto.

Rosario Ortega, su mujer, hizo posible el inicio de las sagas que hoy continúan, en plural: la familiar y la empresarial, y que para los actuales gerentes de Bizcochos Noel se funden en una sola.

Corrían los duros cuarenta del siglo pasado cuando el joven matrimonio montó un obrador en la calle Santa Clara del emblemático municipio burgalés para dar forma, «de manera muy artesanal, todo a mano, a una gran variedad de pastas, rosquillas y bizcochos», que bajaban en grandes cajoneras por toda la calle Mayor para venderlos en la zona baja. «Dado el éxito, decidieron especializarse, se centraron en cuatro o cinco productos y montaron la fábrica», germen de la que hoy sostienen y conservan con orgullo sus descendientes. Nacía así, en el año 1951, una marca, un logo y una apuesta que perviven no solo en las estanterías de los comercios, también en la memoria de varias generaciones, cuya nostalgia se activa solo con toparse con el Santa Claus bonachón de barba cana, grandes manos y mejillas sonrosadas que mira con deseo el producto.

Porque los Bizcochos Noel saben a merienda con los abuelos, a chocolatada en el pueblo, a plan de domingo lluvioso, a tranquilidad, a todo lo que anhelamos cuando hacemos la compra a toda prisa en el supermercado, a vida sencilla.

Y esa es precisamente su bandera, la que enarbolan con fuerza los hermanos Angulo, convencidos de que en esa esencia que custodian reside el valor añadido que les distingue y, en consecuencia, hace que su producción vuele. Siempre ha sido así.

Lorenzo y Rosario tuvieron la suerte de emprender en un sector industrial que contó con los parabienes de Franco para arraigar en la zona norte del país, lo que les facilitaba el acceso a materias primas muy codiciadas en la posguerra española: harina, azúcar y manteca de cerdo, santa trinidad de un dulce que hoy reivindica una simplicidad (engañosa, dado el delicado equilibrio que exige su proceso) que le acerca a todos los públicos, al carecer de los alérgenos de obligada declaración que lastran otras recetas.

«Cuando mi hermano y yo tomamos las riendas, después de que mi padre asumiera la empresa poco o nada convencido de su supervivencia, pues entre la década de los noventa y el inicio del siglo XXI parecía que si no te modernizabas estabas condenado a desaparecer, nos dimos cuenta de que las características de los ingredientes que manejábamos nos daban ventaja», explica Beatriz. Recuerda al hilo que lo primero que hizo cuando abandonó su trabajo en un laboratorio para ponerse al frente de la empresa familiar fue eliminar algunos aditivos que su padre, químico de profesión, aun sin dejarse seducir por la excesiva tecnificación, introdujo por ser lo que se demandaba en su época. Regresaba así a la receta original.

Recuperado, pues, el tesoro y al calor de una sociedad en la que volvía a valorar la tradición, los bizcochos Noel ocupaban de nuevo su lugar sin precisar de campañas de marketing para obtener el reconocimiento de los consumidores. Les basta con ser como son, como eran cuando los idearon Lorenzo y Rosario.

Supieron verlo sus nietos, he ahí el gran logro, abrigados por una plantilla de ocho personas que también es familia. Como lo eran los que se jubilaban hace unos años tras casi medio siglo junto al horno. «Buena parte de la historia del negocio, de los avatares de mis abuelos, sus anécdotas, los buenos y malos momentos, me han llegado a través de ellos», explica Beatriz, emocionada, para subrayar que una de las grandezas de la fábrica es el ambiente distendido en el que se cocinan los 2.700 kilos de bizcochos que empaquetan cada día.

Julián obra el milagro. Panadero de Villalmanzo en otra vida, es ahora el responsable de mezclar la fórmula en su justa medida, de depositar con el garbo preciso la masa en la troqueladora que dibuja infinitas hileras de bizcochos en ciernes, antes del golpe de calor que otorga el toque dorado y crujiente que es seña de identidad.

Nada queda al azar en el camino. Si la harina es de trigos nuevos se torna imposible el trabajo, marcado también por la alimentación del cerdo, clave para la untuosidad de la mezcla. «Hay que estar al detalle. Es un proceso sencillo, sí, pero hay que saber hacerlo», añade la responsable de la firma, devota además de la maquinaria de antaño que conoce «pieza a pieza» y que defiende a capa y espada, pese a que condicione su producción. «Podríamos montar otro horno, cambiar todo y añadir un turno de tarde (trabajan de 6.00 a 14.00 horas), pero no queremos. Llegamos hasta donde llegamos y está bien, nos permite vivir tranquilos. Hay que saber dónde tienes tu limitación para conocer dónde está tu riqueza», sentencia.

Y con idéntica sonrisa asegura que ve el futuro con optimismo. Por mantener, mantiene la cartera de clientes tan diversificada como la dejó su abuelo, más todavía con la incorporación reciente de cadenas de supermercados que hacen posible incorporar en la cesta de la compra diaria sus dulces. Pueden presumir de ser de los pocos supervivientes de la crisis galletera regional y nacional. Han logrado incluso capear el temporal de la inflación, aunque haya sido a costa de no repercutir el encarecimiento en el precio final y adelgazar el beneficio.

Rompe su discurso -como lo hace su rechazo a renovar la imagen de marca o a modificar el empaquetado, la fórmula o el inmutable proceso de elaboración de sus bizcochos- con lo que hoy es tendencia. «No compartimos para nada esa visión actual tan neoliberal de crecer y crecer para ganar más y más. Al final es un planteamiento que esclaviza a todos los involucrados, porque tienes que apretar continuamente a quien te provee, a quien trabaja contigo y a ti misma, todo el día pendiente. Nuestra intención es estar cómodos y a gusto, vender lo que producimos, que nuestra marca mantenga su valor y jubilarnos aquí, felices, cuando nos toque», resume Angulo a modo de plan de negocio «realmente sostenible». Habla frente a la fotografía en blanco y negro de los fundadores de Bizcochos Noel y a un recorte de prensa que repasa y loa la trayectoria de su abuelo, nombre propio en la Lerma que le vio crecer y prosperar y de la que su legado es emblema (pueden dar fe todos los que circulen hacia Burgos por la A1).

Beatriz, que sueña con un museo del bizcocho, se sienta cada día en la misma sala, ahora despacho, que fuera un saloncito en el que Lorenzo reposaba de sus tareas al frente de la fábrica (y concurrida tienda), el taller que puso en marcha justo al lado y el cuidado de sus animales.

A pocos metros, la malla que sale del horno como lengua inagotable de un dragón inmortal mantiene su cadencia, su latido constante. Sigue rodando, hoy como ayer, ocho horas diarias para llenar las inconfundibles cajas de cartón de 1.700 o 600 gramos y los paquetes más pequeños (amén de las demandadas bolsas de ‘recortes’) de bocados y algo más: mucho cariño y el valor de lo sencillo.

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