Heraldo-Diario de Soria

SIGLO DE UMBRAL

Cronista del Húmedo

Todos los caminos del viejo León conducen a la catedral, cuya eminencia gótica se advierte desde cualquier rincón de la ciudad. Pero antes de rendirse a su embrujo, el cronista de atmósferas interiores que siempre fue Umbral recorre la trama umbría de bodegas y mazmorras que ahonda la geografía tabernaria de los barrios históricos desplegados a su alrededor. Un entorno peatonal y cantarín, donde se combina el trasiego de los vinos comarcales de aguja con el aliciente ingenioso de la charla y el arranque farruco de las cantadinas.

Umbral en una merienda con los compañeros de La Voz de León.-- E.M.

Umbral en una merienda con los compañeros de La Voz de León.-- E.M.

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
Soria

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Partiendo de los confines de la nuclear plaza de las Tiendas, que para el cronista Umbral es «rotonda del vino, margarita para el sí y el no del chateo», inicia su recorrido penitente en la taberna del Burro que asoma a Misericordia y Mulhacín, donde actúan como reclamo la fabada asturiana y un cocido excepcional, elaborados por doña Cloti, viuda del pollino Eduardo Santos. Una taberna que «guarda en lo hondo, abodegada y confusa, su historia de moros y cristianos, que se mezcla en el recuerdo de la parroquia con la memoria violenta del difunto».

La tasca «algo respeta aún de las africanas mugres de Mulhacín», quien de vez en cuando se acerca desde su mayordomía cortesana a «oler los fuertes aromas de la cocina de doña Cloti con sus aletas anchas de agareno». Una cocina que procura fidelidades cotidianas y semanales, como la tertulia de leoneses pudientes que merienda los domingos en la trastienda por lo caro, los asturianos que acuden atraídos por la fabada de doña Cloti y atascan con sus coches la plaza de las Tiendas o el ingeniero jubilado que viene cada día con un sombrero distinto y ya arrugado a probar agradecido el queso manchego con ese vino de la tierra un poquito gaseado «que da buena digestión». Tras la taberna, «está el comedor, y luego, otro comedor más íntimo y familiar, nada tabernario, que es el de la tertulia. Y, por fin, el patio. Viejo, angosto, envigado, hondo como un pozo… ¡Qué sorpresa de patio! Era de noche y las cadenetas de quién sabe qué minúscula verbena colgaban como guirnaldas pobres del verano ya ido».

En los mostradores culinarios del Burro, «el caldito picante de la cocina lo sirven en pocillos. El compadre sopla la grasa de la superficie y lo prueba con veteranía… Rancio como el moro Mulhacín, el caldito picante del puchero tiene tradición, historia, pátina. Y tiene Dios sabe qué hogareño sabor cuando la sobrina se lo sirve al compadre para él solo… Carteles de turismo, de toros, de ferias y fiestas, empapelan el bar. En los estantes, las jarras de mimbre, gallegas, hechas con pez por dentro. Un velo de honrada suciedad toma las paredes con su sombra».

La secreta y renacida leyenda de Mulhacín recrea la irresistible ascensión cortesana y fulminante caída de un moro taimado y conspirador. Los viejos barrios crecidos al cobijo de la cerca medieval, que amplió por el sur el perímetro romano, derraman en torno a la plaza Mayor rincones evocadores y recintos menestrales, convertidos en escenario del trasiego cotidiano que anima el Barrio Húmedo con sus nueve plazas: Conde de Luna, Mayor, de Serradores, de las Tiendas, de don Gutierre, de las concepciones, del Grano, del Caño y de Santa Ana. Sus calles y pasadizos ensartan las tabernas que ayudan a deambular el zoco gremial del León más típico.

Aquí advirtió Azorín «el espíritu de la antigua España se respira en estas callejas, en los zaguanes sórdidos, en estas tiendecillas de abaceros y regatones, en estos obradores de alfayates y boneteros… Yo he caminado absorto por estas calles». Mientras, el apócrifo Obdulio Cuevas rimó con desenfado su travesía tabernaria:

Húmedo sueño florido 

de La Gitana al Minero 

con el afán tabernero 

de andar pirado y huido. 

Húmeda gloria postrera

de luciérnaga embriagada

en la fría madrugada 

de la feliz borrachera

Una vez en Madrid, desde febrero de 1961, Umbral retoma su lazo con León para nutrir sus dos primeros libros, que nunca llegará a encuadernar como tales: Crónica de las tabernas leonesas, que lee como conferencia en la Casa de León de la calle del Pez de Madrid en la primavera de 1962, y la novela corta Días sin escuela, galardonada el 12 de septiembre de 1965 en Villablino con el premio Provincia de León, donde el protagonista que es él mismo blandió «la última espada del Reino de León».

Trece de las dieciséis estaciones de su evocación tabernaria se publican en la revista de la Casa de León entre mayo y agosto de 1962, para ser recuperadas en 1980 por un número extraordinario, con frontis del académico José María Merino, dedicado al arqueo de sus textos imprescindibles. Finalmente, en 2004, rescata sus trece estaciones el Búho Viajero en un librito que hace el número 11 de la Biblioteca leonesa de textos interesantes, agotados y raros. De las tres estaciones escatimadas, alcanzó mayor celebridad la dedicada a Villa Evarista, la bolera con porrón del Ejido Quintín, que titulara Juego de bolos en Villa Evarista. Umbral guardaba todos sus textos de cualquier época como oro en paño, según revela el rescate póstumo de Diario de un noctámbulo (2015), y el extravío de las tres crónicas tabernarias originales sólo puede atribuirse al desliz de confidencias que posteriormente consideró imprudentes. De hecho, la de Villa Evarista arranca localizando en el bonito año de 1932 la salida un año antes del Rey de España y el nacimiento del cronista.

En León, donde convive con la familia materna, no tendría sentido el ardid de podarse un trienio de edad, pero ya en Madrid decide aplazar tres años su nacimiento, con bautizo en la misma pila que Mariano José de Larra (1809-1837), a quien dedica su primer libro: Larra, anatomía de un dandy (1965).

La Crónica de las tabernas leonesas (1962) resume y corona la estancia leonesa de Umbral en un texto de cuño celiano entregado al pebetero de las querencias locales realzadas por la copla popular: «La catedral es gótica; / San Marcos es plateresco; / y el Barrio Húmedo, / el mejor monumento». Un año después del abrupto abandono de la ciudad, recurre al púlpito de su embajada en Madrid, cortejado a través de la cercanía obsequiosa con Leopoldo Panero y Luis Alonso Luengo, para dictar su recuerdo garboso de lugares, ambientes y personajes, pautado por sus estaciones más elocuentes, como son las tascas tradicionales del Barrio Húmedo.

 

La Crónica de las tabernas leonesas es un libro encofrado y redondo, escrito sin atajos y concebido para mostrar el universo interior de aquellos reductos de camaradería, donde el tiempo reiterado se convierte en costumbre aliñada con reflexiones sustanciales y airosas cantadinas. Desde la taberna del Burro, los cofrades se dirigen al Besugo, donde confluye el todo León. Lugar para el naipe y las tertulias, El Besugo todavía evoca con nostalgia los mejores tiempos de su peña, cuando viajaron por los campos de España siguiendo la efímera temporada de la Cultural y Deportiva Leonesa en primera división del fútbol nacional. Ahora a la peña de los Trece le ha dado por los toros, para seguir manteniendo el aliciente de las excursiones con tirón y fundamento. Que tampoco es lo mismo moverse para volver con la amargura de la derrota que estos regresos de ahora, animados en el autocar por los comentarios líricos sin pesadumbre del gran Paco Pérez Herrero.

Y del Besugo a su vecina La Gitana, taberna regida por el futbolista de la Cultural Isaac Herrero, donde se aparecen al cronista el pequeño Vicentín con sus sorteos y un joven arquitecto daliniano. El veterano futbolista redimido como cazador (»pero la caza no la vendo») baja al cronista y a su compadre a la bodega, donde «bajo un firmamento de quesos y jamones invita a un vermut añejado, perfumado, casi litúrgico. La pipa de vermut, en las profundidades sacratísimas de la bodega, es una vieja pipa italiana, gentilmente ovalada, como un Stradivarius del vino». En aquella profundidad, Isaac Herrero «nos muestra viejos papeles, gloriosas y revenidas fotografías. Salimos a la superficie de la tierra con la garganta y el corazón endulzados por la pipa italiana, gentil y ovalada como un Stradivarius del vino». Y de La Gitana a La Mazmorra, en el asomo de la calle Juan de Arfe a la plaza de las Tiendas, «donde todavía se estila el carpetovetónico porrón».

La Mazmorra fue antes el Capeas, pero su regente José Álvarez Melcón rebautizó la bodega al descubrir en sus profundidades el pasaje subterráneo que va o iba «de don Gutierre a la catedral, al que tantas veces nos asomamos en este huroneo por las viejas tabernas». En La Mazmorra y en su aledaña bodega Regia, «que comunican por la bodega si se pone usted a abrir puertas y tirar tabiques», resuena el canto de zarzuela de Fronio, un ebanista «a quien recuerdan de cuando cantaba en los teatros leoneses. Por las viejas tabernas se le ha visto mucho con un tenor de gafas que se tapaba el oído para hacer más voz. La de zarzuela que tienen cantada con Fronio en La Mazmorra… Cuando era joven, cantó un día a la puerta del Teatro Principal, y el público no entraba a la función, y eso que el que cantaba dentro era Marcos Redondo. Marcos Redondo desde dentro y el Fronio desde fuera, a ver quién podía más. La tuvieron buena».

Aunque no ha perdido voz, Fronio ya sólo canta cuando Merino y Caballero –cosas del compadreo- se lo piden. La Regia es un liceo del bello canto, donde ejecutan su virtuosismo los supervivientes de los coros agrupados en la peña del Jarro, que todos los domingos y festivos de seis a ocho propagan su arte «de una forma catacumbal y beoda». La bodega dispensa vino en jarritas de barro con su nombre elaboradas en los alfares de Jiménez de Jamuz, donde sedujeron a Gaudí para su palacio astorgano. También el cronista frecuentó La Regia con su peña la Ceranda, «de señoritos y señoritas más o menos literarios y literarias». Aledaño con La Regia está El Ruedo, «tasca de ruido y alterne… donde al vino lo llaman goma en el trasiego de porrones… Cosas del casticismo». El Ruedo ilustra la pared del mostrador con «fotografías, estampas de toros, billetes de lotería y una evocación de Bailaor, el toro que mató a Joselito en Talavera».

Aquí hacen ronda a diario Agapito el castañero, el hombre que rifa caramelos y Vicentín, que a veces rifa un reloj y no bebe mientras trabaja. Ya de retirada, todas las noches toma en el Madrid «una copa con unas gotitas de recuelo, que le dan al orujo irisación de buen coñac». El Valdesogo, de la travesía de Carnicerías, que cura en Rodiezmo el chorizo y la cecina de su especialidad, El Bodegón del Cid, donde encalaron los murales pintados por Vela Zanetti, cuya huella busca la clientela más avisada «escarbando con la uña en las paredes», y Casa Alfredo, en Ramón y Cajal, donde «al vaso grande lo llaman chanqueiro» y lo ponen «con tapa de pescado».

La estaciones del vino tertuliado prosiguen por el 2 de Mayo, en la Rúa de los Francos, Casa Flórez, en la esquina de Serranos con la plaza del Vizconde, Casa Pepín, en Puerta Obispo con sus sopas de ajo picantes, y la vigente Casa Benito, en el ángulo de la plaza Mayor con las escalerillas que descienden a la Puerta del Sol. El número 14 lo hacía Villa Evarista con su juego de bolos que cumple 25 años, mencionada al paso por el 2 de Mayo: «los que lleva uno por la vida jugando a todo, menos a los bolos».

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