Heraldo-Diario de Soria

¡Oh!

Juana Largo plantea la capacidad de sorpresa como motor de la poesía

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Tiene mala reputación la admiración o la exclamación de los poetas ante el mundo. Pues esto suele pasar: que los poetas surgen, desde la cuna, con la exclamación o la admiración ante el mundo. Si no, no serían poetas. Podrían ser otra cosa, cualquier cosa, menos poetas. Y sin embargo esta exclamación ante el mundo, constituye motivo de mala fama. No es extraño, por ejemplo, que algunos padres no quieran educar a sus hijos en el orbe de la poesía: podrían salir deficitarios o desarmados frente al combativo y proceloso mundo en el que se vive y pudiera hacer pisar el polvo de la derrota a los poetas de vocación (pues los de no vocación, los respetados, suelen subir al pódium de forma favorecida por la sociedad, por ejemplo, por ser burgueses y reproducir el burguesismo, o sea el dinero, en la sociedad, con lo cual su “¡oh!” no ejerce ninguna rotura en el sistema, como ocurre con los poetas proletarios).

Luego, además, el “¡oh!” en el mundo de la poesía, a los que la leen o escuchan, si son acomodados, les suena como algo falso o hipócrita o ambiguo o polivalente, como que no quisiera decir nada y como que el mundo acomodado, pudiera tener malos efectos si se tomara la exclamación de forma seria. Por eso, los poetas auténticos, no tienen éxito y malviven en las callejas de los gatos.

Y resulta que ese “¡oh!” del poeta es lo que lleva el poeta en su corazón (no los de las revistas del corazón, no, que su “¡oh!” vale menos que el oropel y que suena tan lastimeramente como un chillido de las asquerosas hienas de la sabana), y al llevarlo el poeta en su corazón es que es auténtico y de fiar, aunque no se le haga caso.

Tomemos este préstamo, ahora, de los poetas. Que también es el préstamo de las señoras asustadas y cómodamente sentadas en las tertulias de los cafés con sus trajines sociales, cuando no puede decir una señora otra cosa ante un determinado fenómeno social que les extraña en esas sobremesas…

Porque eso es el “¡OH!”, exclamar esto ante algo que te extraña, y de la forma más humana posible. Ahora que se ha instalado el mundo (o no el mundo, sino el propio humán…) en lo extraño, ahora que el mundo se torna tan incomprensible y raro.

Es lo que hace que podamos exclamar, admirarnos, sorprendernos y, pongamos, como un poeta arrebatado que fuera un Lord Byron, frente a la presencia de un barco pirata (aunque los barcos piratas fueran ingleses) con sus tibias y su calavera, en ese océano en el que no había más que calma y paz, decir “¡OH!” frente al barco pirata…

Y, al menos, ahora que para nosotros comienza la primavera, en estas fechas, poder retomar los préstamos de los poetas y de las señoras tertulianas, que se extrañan con su buena fe de los devaneos de un mundo que parece que va de culo, cuesta abajo y sin frenos. Y para esto no hace falta ver la tele, sino que se puede extrañar uno o una solo con salir un momento a la calle y ver el panorama que nos puede sofocar, de apretado como está, de tan astringido como está. Y podemos comprobar que esas exclamaciones que nos pueden parecer afectadas o antinaturales o poco espontáneas, son ciertas y reales, del mismo modo que a un niño le preguntan que si lo que está viendo en el cuaderno es una vaca, y dice: sí, es una vaca, de esa forma tan natural se expresa lo que vemos, por lo cual el OH es una exclamación figurativa, como si viéramos todas las mañanas, un rebaño de jirafas por la plaza Mariano Granados y no pudiéramos hacer otra cosa que hacer salir de nuestra boca un “¡oooh!... como una casa.

¡Nos podemos extrañar hasta del hecho de que empiece la primavera, como de las jirafas, con solo ver el mundo como está!...

El pez grande se come al chico y Bruto le pega un puñetazo a Popeye, sin poder comer espinacas, y a Olivia se la termina por llevar Bruto. Nos teníamos que extrañar del mundo, y, en realidad, resulta que nos tenemos que extrañar de nosotros, como si los humanos no hubiéramos convivido ni coincidido, desde la Prehistoria, con los humanos y no fuéramos viejos conocidos.

“Nada de lo humano me es ajeno”, decía el sabio.

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