Heraldo-Diario de Soria

Enrique Andrés Ruiz

Algo nuestro. Un homenaje apresurado a Antonio Ruiz

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Oír hablar en Soria, en la mínima Soria de los años setenta —y cuando se tienen quince o dieciséis o diecisiete años— de Juan-Eduardo Cirlot, de Tristan Tzara, de la vanguardista Ibiza de los cincuenta…, tenía algo de sortilegio (a esa edad, además, en la que los sortilegios son aún eficaces). Se parecía al camino de losas amarillas de El mago de Oz: una pista de despegue hacia los sueños.

Antonio Ruiz ha muerto. Una vida muy larga, llena de fechas, de nombres, de casos que él, con un arte incomparable, sabía convertir en claves mágicas, en hechizos. Todo lo que contaba desde el púlpito de la librería de la Avenida de Navarra a unos adolescentes embelesados, y bajo la batería de fotos dedicadas (Cela, Ridruejo, Gaya...), se convertía de inmediato en leyenda. Y, lo que son las cosas, la leyenda se hizo cada vez más poderosa a medida que se iba convirtiendo en algo intangible, casi imaginario; la empresa de buscar obras suyas en museos o colecciones que atestiguaran de sus relatos, irremediablemente fracasaba, y eso hacía crecer la magia de quienes resultan seres, no forzosamente artistas, por alguna razón únicos, con dones intransferibles: una elegante sensibilidad, una levedad rara, la pureza de ciertas inclinaciones inseparables de su persona. Su finura. Pero, sí, Antonio Ruiz parecía el autor imaginario de una obra imaginaria. Es parte de su grande, de su fascinante leyenda.

En el Madrid de los cuarenta —una ciudad con una vanguardia soterrada, surreal y romántica—, y mientras saltaba de los estudios de Arquitectura a los de Políticas y de estos a los de la Escuela de Cerámica, compartió una delirante tertulia con personajes como Eusebio García Luengo, el escultor Julio Antonio Ortiz y Rafael Lasso de la Vega, el falso marqués de Vilanova. Entraba al Gijón impecablemente vestido con un traje cruzado y entallado y un bastón con puño de plata. Allí conoció al escritor Fernando Guillermo de Castro, una amistad decisiva para ambos en la década siguiente, tan distinta.

Era ahora la rústica elegancia, la belleza de lo popular, de nuevo descubierto en todas las artes. La sencillez de lo mínimo, las vigas sin desbastar, las mamparas de cañizo. La vanguardia en zapatillas de cáñamo, en pantalones campesinos. Durante los cincuenta, el apogeo del arte abstracto en España y la omnipresencia del influjo de Paul Klee tuvieron por parte de Antonio una respuesta decisiva. Junto a su amigo escritor decidió asentarse en Ibiza y dar continuidad así a la isla vanguardista de antes de la guerra, cuando la visitó Walter Benjamin. Allí construyó su familia. En los bajos de un hotel del barrio viejo agrupó bajo el nombre de Ibiza 59 a un buen número de artistas, en su mayoría alemanes huidos de las guerras europeas. La galería se llamó El Corsario y entre aquellos artistas estaban el interesantísimo arquitecto Erwin Bechtold, Erwin Broner, Hans Laabs, Egon Neuebauer... Para entonces, Antonio Ruiz ya era el autor de cerámicas de incomparable delicadeza, cuencos, vasijas que a veces hicieron terna con las de Artigas y Cumella, o maravillosas y pequeñas placas en las que había fusionado las formas púnicas y las numantinas, con un encanto ingenuo, la pureza de una inocencia recobrada. Participó en el Movimiento Artístico del Mediterráneo que por entonces impulsaba el crítico barcelonés Alexandre Cirici, y en la idea del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, otro proyecto deshecho en el viento. Al carecer de los apoyos necesarios, los fondos de aquel museo, en su mayor parte donaciones de los propios artistas, se dispersaron. Una parte está en el Museu Balaguer, de Vilanova i la Geltrú. Allí hay tres piezas de Antonio. Por aquella Ibiza pre hippie y pre disco pasaron Will Faber y Nadia Werba (a quienes luego trajo a Soria), Rafael Azcona e Ignacio y Josefina Aldecoa, la rusa Katia Meirovsky, y muchos otros.

En 1963, Antonio decidió regresar a Soria. Fundó la SAAS, propició en 1966 el Salón del Toro de Arte Contemporáneo, en el que de nuevo reunió, ahora en su tierra y bajo una advocación telúrica y mítica, a sus ilustres y viejos amigos: Will Faber, Nadia, Cela, Pancho Cossío, Dimitri, Santi Surós... Tampoco era ya el momento fuerte de los grupos artísticos, pero la SAAS fue la aventura más importante, por lo que al arte del siglo XX se refiere en Soria. Y la figura de Antonio Ruiz es su epítome, su cima.

De pronto, aquella trayectoria artística y cultural (también editó libros, entre ellos el último —Los poemas de San Polo, del poeta Julio Garcés, con cuya obra me puso en contacto para estudiarla y acabar publicándola, como así ocurrió—) fue interrumpida, en gran parte por la política, cuya urgencia se agudizaba según se aproximaba la Transición. Y Antonio se volcó en ella. Pero en ausencia o en dimisión del artista, si puede decirse así, su leyenda crecía en la imaginación de los jóvenes corazones que lo escuchábamos. La magia. La incomparable delicadeza de sus alusiones al arte y los artistas. Creía en el azar, en el azar como autor, en el azar como artista. Creía que la obra de arte ha de crecer orgánicamente del seno de la naturaleza, como un fruto, como los juncos del Duero —algo en lo que ya habían insistido Rilke o Juan Ramón.

Hasta hace bien poco he seguido recibiendo dibujos, frotagges, como todo lo suyo muy antiguos y muy modernos. Abstractos. Muy fifties y muy sin tiempo. Escribo estas notas apresuradas mientras voy camino de Soria a su despedida y algo muy profundo se remueve en la memoria, algo muy mío, allá en lo hondo. Como él decía en una de sus más frecuentes alusiones, algo nuestro.

 

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