Gastronomía
Restaurante La Lobita, una década en el cielo de las Estrellas Michelin
El talento y tesón de Elena Lucas y Diego Muñoz evolucionó La Lobita hasta llegar al universo Michelin, en el que cumple una gozosa década pero siempre con la raíz en los montes que lo rodean y sus productos naturales

Elena Lucas, primera Estrella Michelin en la provincia de Soria desde La Lobita de Navaleno que suma ya una década renovando la distinción.
Corrían los últimos meses de 2014 cuando saltó la sorpresa. Soria iba a tener su primera Estrella Michelin. La iba a albergar Navaleno en un establecimiento de toda la vida. La nieta de ‘La Lobita’, Luciana Lobo, y de su esposo, Andrés Lucas, subía al firmamento culinario. Elena Lucas apenas estrenaba la treintena logrando un hito.
Han pasado diez años largos jalonados por Estrellas en el Restaurante La Lobita y toca hacer repaso. ¿Innovación desde entonces? Mucha, constante, sorprendente. Pero Elena (cocina) y Diego Muñoz (sala y bodega) no han variado su receta hacia la excelencia. Trabajo, creatividad, detallismo, veneración por los productos del bosque que les rodea y aliñar con una sonrisa. «Es una carrera de fondo, como una maratón que ‘pica’ un poco hacia arriba».

Elena y Diego posan en el comedor, que evidencia la inspiración que la naturaleza brinda al menú degustación de La Lobita.
Entonces la noticia se recibió «con mucha sorpresa, emoción y a la vez incredulidad, no sabíamos dónde nos habían metido, incluso. Ten en cuenta que teníamos el bar viejo (data de 1952), dábamos el menú del día en el bar, raciones, tapas, quinielas, etcétera. Sí que es cierto que hacíamos cosas diferentes en nuestra pequeña sala, que la habíamos cambiado un poquito, pero no para esa locura... Queremos pensar que nos vieron como aquellos que querían, pero no podían del todo por las circunstancias, y que ese reconocimiento nos dejó volar y poder hacer muchas más cosas que eran imposibles. Queremos pensar a su vez que somos de los últimos románticos de la Guía, una historia muy bonita, y por lo que estamos muy agradecidos. Nos cambió la vida».
Hoy aquel bar ‘de pueblo’ –léase con todo el orgullo del mundo– ha mutado en un microcosmos. Las formas verticales del bosque de listones de madera ‘exudan’ gotas luminosas de resina de distintos colores, según el tipo de pino que recrean. A la entrada de la Lobita, a la derecha, hay un pequeño espacio «donde servimos los aperitivos» en una barra que evoca la del bar primigenio. Tanto, que el granito se reutilizó del primer establecimiento. A la izquierda, luce orgullosa las fotos de los abuelos. Al fondo, como siempre pero renovado, aguarda el luminoso comedor salpicado de verdes a través de ventanales.
La esencia está, pero también el anhelo de sorprender a quien venga por primera, segunda o quinta vez. «Tienes que innovar, hacer cosas nuevas, darle muchas vueltas a la cabeza con muchos ingredientes, vajilla, cristalería, cubertería. Nosotros hemos hecho dos reformas grandes a raíz de aquello».
También por el menú degustación van evolucionando. «En cuanto a creaciones, han sido muchos platos los que han desfilado por el menú degustación, calculamos que más de 200 platos diferentes, algunos de ellos ya son clásicos (si se pueden llamar así) y otros solo pasaron. Vas jugando con los sabores, contrastes, texturas, colores...». La micología es una constante, eso sí.
Tampoco ha cambiado «nuestra forma de ver las cosas, el hecho de ser como somos y como hemos sido siempre: cercanos, de nuestra tierra, comprometidos con el entorno, con sus productos y sus gentes, sin volvernos locos ni intentar hacer lo que no sabemos o lo que no podemos: pasito a pasito». También se habla de «equilibrio» y de todo el trabajo que lleva detrás sorprender.
La pareja también lo es en lo ‘artístico’. La complicidad («ponte la chaqueta marrón para las fotos, que es la que mejor te queda», perdón por contarlo) se lleva al tándem cocina-bodega. «Hoy en día hay mucha gente que no solo viaja por comer, sino también por beber bien. Si no hay una gran bodega detrás, quizá no elijan tu casa para disfrutar de una gran velada».
Crece el cliente que «busca determinados vinos, determinadas añadas, zonas emergentes. Por eso nosotros cada vez buscamos más botellas únicas, viejas o no, de zonas diferentes para añadir a nuestra carta de vinos de más de 1.200 referencias». ¿Más que habitantes tiene el pueblo? «Somos menos de 800», explica Elena.
La «sinergia» del restaurante La Lobita se nota. «Un ejemplo: hay veces que montamos un plato con un ingrediente de un tamaño, pero en sala nos dicen que es mejor un pelín más pequeño porque quieren poner determinada cuchara de consomé que es más pequeña que la sopera, para que la sensación al comer sea mejor. Hasta esas cosas tenemos que mirar o fijarnos».
La naturaleza inspira y Elena es tajante. «Lo he dicho muchas veces: La Lobita en otro sitio no tendría sentido. La pureza del entorno, el disfrute de sus paisajes, el poder abastecernos de productos de la comarca tan frescos: como una seta que llega por la mañana o tarde y es servida el mismo día o al día siguiente, los brotes y flores que cogemos cada mañana, la historia de su gastronomía, la influencia de los arrieros y leñadores que cuidaron de estos bosques, la paz del pinar... Esto y mucho más es lo que intentamos contar» en cada plato. Navaleno sale en el mapa gourmet y hay un sentimiento de «emoción, responsabilidad, y un orgullo que mi tierra sea un punto de referencia».
Porque no se trata de ‘zampar’, se trata de una experiencia, una visita guiada por los recursos endógenos trufada (a veces literalmente) de talento e innovación. «Quizá lo más bonito es cuando alguien se emociona con uno de tus platos: recuerdo hace tiempo a una chica, que le servimos un caldo de gamba a un plato de una seta y algo más. Recordó por un momento una sopa de su abuela y se emocionó mucho, mucho. Esto nos ha pasado alguna vez más, y es lo más bonito creo yo de la gastronomía. Ese ‘efecto Ratatouille’ al recordar la niñez».
Ahora la oferta del monte se centra en una micología primaveral no tan conocida y por ello sorprendente. «Las setas de primavera son como más sutiles». Por la cocina desfilan «perrechicos, boletus pinícola, colmenillas, senderillas, algún marzuelo todavía, champiñones, las últimas trufas negras de invierno (sí, de invierno), rebozuelos, esperando alguna seta de cardo... Todas ellas acompañadas o acompañando a caza, los espárragos de Luis Antonio de Tudela de Duero, huevos de corral, foie de Malvasía, mantequilla y panceta de Soria, recuerdos de escabeches, miel, frutos del pinar, piñas verdes de pino...».
Toca hablar de lo que vendrá. Pero no. La Lobita es de día a día. «El futuro es incierto, y mi única mirada es el presente y quizá un futuro más a corto plazo, siguiendo con las cosas que estamos haciendo, con nuevas ideas siempre. Pasito a pasito».
¿Qué nos recomiendan probar? Es difícil, pero la chef se decanta por «‘La serrería del pueblo’, ese homenaje que hacemos a todas esas gentes que han cuidado de estos bosques durante generaciones». Recupera además la tradición de la terrina «con esa forma de pino negral que la hace tan bonita y visual». Para maridarlo, Diego apuesta por «un vino criado en barricas de pino, que le da ese toque de resina tan característico. Son vinos Retsinas de Grecia, o de tea de la isla de La Palma». O un clarete que recuerda al de la Ribera que bebía su abuelo en porrón, «siempre de un pequeño proyecto como me gusta a mí». Pies en la tierra, Estrella en el cielo.